Esta
crónica situada en la Unión Soviética describe de manera minuciosa la
perspectiva del escritor que recorrió gran parte de esta en tren. Según lo que
cuenta García Márquez, se podría decir que se encuentra con dos aspectos
bastante opuestos. Por un lado están las aldeas coloridas, alegres, floreadas,
con signos de amor, amistad, trabajo y buena salud. Pero también describe un
lado más campestre que es triste y está hundido en la pobreza, la ruina y la
miseria. También están los testimonios que describen a la URSS como un lugar
ideal para vivir, y los que fracasaron en el intento de escaparla. Me recuerda
esto a algo que dijo Juan Villoro en “La
crónica, ornitorrinco de la prosa”, sobre que una crónica es más creíble si
no se discriminan detalles por más confusos y contradictorios que sean.
Eso sí, en todos lados se deja ver el gran
patriotismo de los habitantes del país, el frecuente canto de himnos, las
estatuas de Stalin y Lenin, y algo que también aparece recurrentemente es la
presencia de militares en todos los lugares que visita con su amigo Franco. Se
menciona más de una vez la vestimenta algo vulgar de la gente, y el uso de
pijamas y pantuflas no sólo en el tren, también en la calle, especialmente en
el verano. Al reconocer ciertos aspectos en común de la cultura, el aire rural
y provinciano, el cronista se da cuenta de que a pesar de estar muy lejos, el
lugar no era tan distinto a su pueblo como pensaba, y lo compara también con
otros países.
La
gente es descrita con gran entusiasmo, cordialidad, y una generosidad casi
exagerada, sobre todo con los delegados. En un momento, habla de la Unión
Soviética como un país difícil de entender. Están los detalles políticos y, en
mi opinión, un poco sarcásticos, como la falta de carteles de Coca-Cola, y que
no existía producción de alambre ya que no hay propiedad privada, igual que los
almacenes sin vitrinas. Esta sencillez choca con los edificios y trenes lujosos
que aparentemente son así para impresionar a los occidentales.
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